jueves, 19 de diciembre de 2013

Operaciones Especiales: El arte de la infiltración (y III)


La tarde de Mylesgood estaba mejorando. Al otro lado de la calle, estaban arrestando al terrorista; mientras Mylesgood se acercaba pudo ver que Kaser y Spinks agarraban cada uno uno de los brazos del hombre, sujetándolos a su espalda, y Shales estaba poniéndose frente al hombre.
Mylesgood albergaba pensamientos acerca de cómo interrogar a ese hombre. Sabía perfectamente cómo hacerlo, cómo dejar a ese astuto criminal como un tembloroso despojo. Se imaginó a sí mismo arrojando al terrorista a los pies del general, y sintió una oleada de excitación que no había sentido desde los días en que la base era incuestionablemente suya. Eso no le había parecido tan lejano en el tiempo hasta ahora.
El capitán iba ahora a pie, después de haber aparcado el repulsor a escasa distancia; se había perdido cerca de un tercio de su escuadrón en la explosión, algo que se negó a dejar que le afectase hasta que todo esto hubiera terminado. El resto, incluyendo su chofer, habían sido enviados en tras la terrorista, tras ese hombre que estaba al final de la calle, y tras el resto de los impostores. Donde quiera que estuvieran.
Shales estaba de pie con los brazos en jarras, hablando con voz firme.
-Será mejor que nos lo cuentes, hombrecito. Si no lo haces, exprimiremos la información de tu amiga.
El terrorista soltó un gruñido grave, lanzó la cintura hacia arriba, colocó los tobillos alrededor del cuello de Shales, y se retorció.
Algo crujió. Shales cayó al suelo, con la cabeza en un ángulo extraño. Mylesgood se escuchó a sí mismo soltar un agudo jadeo.
Tanto Kaser como Spinks estaban de pie, boquiabiertos, y el terrorista golpeó con la cabeza a Kaser, consiguió liberar su brazo derecho, y lanzó a Kaser contra Spinks. Sus cabezas chocaron entre sí y ambos cayeron al suelo.
En ese momento, Mylesgood estaba corriendo, con el bláster desenfundado, y no se detuvo hasta que estuvo justo ante el rostro del hombre.
EL terrorista se quedó inmóvil.
Mylesgood dio un paso atrás.
-Nos has causado bastantes problemas –dijo.
El terrorista no dijo nada. Tenía la mirada fija en Mylesgood, analizándole, analizando la situación.
-He sido un hombre muy paciente –dijo Mylesgood, mirando efusivamente a sus agentes caídos-. Pero ahora no me siento especialmente con ganas para conducir un interrogatorio. Ya no me importa por qué estás aquí. Sólo me importa que tú sigues respirando, y gran cantidad de mi gente no.
”Además, ésta sigue siendo mi base, pese a lo que diga la creencia popular, así que no me importan todos los soldados del Ejército del general corriendo por las calles tratando de arreglar tu desastre. El general no cuenta, y sus hombres no cuentan. ¿Sabes quién cuenta ahora? Tú y yo. ¿Sabes qué más cuenta? Este bláster. Ahora piensa en ello. Un bláster y nosotros dos.
El terrorista estaba ligeramente cabizbajo, pero seguía mirando a Mylesgood.
Y entonces sonrió.
Mylesgood respetó eso. Apuntó a la cabeza del hombre con su bláster. Y habría disparado, de no haber sentido de pronto un pequeño aguijón afilado en el cuello.
-¡Auh! –dijo, dándose un manotazo en el cuello.
De pronto se sintió extremadamente pesado. Sus piernas no podían sostenerle en pie. No podía mantener el bláster en posición, ni siquiera podía sostenerlo ya en la mano, y lo dejó caer al suelo con un sonido metálico.
-Nosotros tres –dijo el terrorista.
Mylesgood elevó la mirada al cielo, al hombre que estaba de pie junto a él. Lo último que Mylesgood vio antes de desvanecerse fue una joven soldado con un uniforme chamuscado y hecho jirones. Sostenía una pistola de aspecto extraño; fingió que iba a lanzársela al terrorista, pero luego se la tendió suavemente.
-El sistema de puntería funciona perfectamente ahora, Sr. Quisquilloso –dijo ella, y se alejaron caminando juntos.

***

En la sala de ordenadores, había veinte soldados del ejército tratando de abrirse paso entre un mar de funcionarios presa del pánico que se abalanzaban hacia la salida trasera, y el guardia alto aún seguía disparando a Haathi y Maglenna, que estaban de pie en la puerta de la oficina.
-¡Regla número cuarenta y siete! –gritó Haathi por encima del ruido-. ¡El enemigo sólo ataca en dos ocasiones! ¡Una: cuando estás listo! ¡Dos: cuando no lo estás!
-¡Muy bien, ya vale! –gritó Maglenna-. ¡Estoy aprendiendo! ¡Estoy contigo! ¡Hay que improvisar! ¡Sin auténtico entrenamiento! ¡Vale! ¡Pero deja de citarme reglas!
-¡Pero son para motivarte! –exclamó Haathi.
Maglenna lanzó una ráfaga de disparos bláster al pasillo. El guardia alto recibió tres impactos de energía azul en el pecho y se derrumbó.
-¿Ves? –dijo Haathi.
Maglenna sintió de pronto el impulso de estallar en una risa histérica. El corazón le latía con fuerza, y sus oídos también, pero aparte de eso todos sus sentidos estaban alerta.
-Ahora vamos –dijo Haathi, corriendo al pasillo-. Únete a la lucha.
-¿Qué lucha?
-Ésta. –Haathi saltó a la muchedumbre de imperiales y comenzó a disparar al techo. Algunos de ellos pensaron en lanzarse al suelo, pero la mayor parte trató de alejarse de ella, en dirección a sus propias tropas. Maglenna imitó el ejemplo de Haathi, y ambas se abrieron paso gritando y disparando hasta la entrada de carga principal. Si alguien se interponía en su camino, le aturdían, y para cuando las tropas de seguridad consiguieron acercarse lo suficiente, Haathi y Maglenna ya estaban en el exterior de la zona de carga principal, corriendo.
Cuando rodearon la fachada del edificio, vieron tropas de todas clases corriendo por todas partes. Nadie advirtió a la comandante de aspecto desaliñado o a la sargento con pinturas de camuflaje en la cara. Todo el mundo estaba gritando órdenes, o caminando de un lado a otro con los blásters en la mano, o gritando obscenidades a la gente en el lado de máxima seguridad del muro.
Haathi se volvió a mirar a Maglenna.
-¿Estás bien? –preguntó-. Me estaba preocupando.
-¿Por qué?
-SI los soldados hubieran pensado que sólo tenían oportunidad de hacer un disparo, te habrían elegido a ti. Cuando el enemigo tiene que ser selectivo, es mejor no parecer importante.
-¿Es la regla número cuarenta y ocho?
-En realidad es la sesenta y algo. Me he saltado unas cuantas.
De pronto Haathi y Maglenna fueron interrumpidas por un carro repulsor con un gigantesco cañón de cubierta.
-Eh, Comandante Majara y Cabo Castigo –gritó la conductora-. ¡Subid!
-¡Sargento, Morgan, soy sargento! –replicó Haathi, y saltó alegremente a la cubierta trasera del repulsor. Maglenna, que se encontraba más cerca de la parte delantera del vehículo, advirtió que la conductora tenía un ojo morado y que su pasajero se estaba agarrando el hombro. Ambos parecían haber salido de un colchón de llamas.
-¿Estáis bien? –preguntó Maglenna.
Al oír decir eso, Haathi, que estaba justo detrás de los asientos de Morgan y Jayme, se inclinó hacia delante y les rodeó con un brazo a cada uno.
-¿Qué ha pasado? –exclamó, fijándose en sus caras-. Si sólo os he dejado solos media hora...
-Ese es el quid de la cuestión, T’Charek. Que no estábamos solos –dijo Morgan.
-¿Quién estaba con vosotros? ¿Un pirómano?
-Parece que principalmente es sólo hollín y humo, T’Charek –dijo Maglenna, trepando a la cubierta trasera. Luego añadió, dirigiéndose a Jayme y Morgan-: Voy a pasarme el resto de mi carrera parcheándoos a vosotros dos, ¿no?
-¿Eso es una de las reglas de T’Charek? –preguntó Morgan.
-Ahora sí –dijo Haathi, y suspiró-. Muy bien, chica maravilla. Más tarde me dirás cómo os chamuscasteis.
Morgan y Jayme se cuadraron secamente al estilo imperial. Haathi se sentó en la silla del artillero y se abrochó el arnés; Maglenna permaneció en el centro de la cubierta con los brazos a la espalda, con aire solemne. Pensó que tal vez si alguien mostraba un aspecto al menos medio oficial, el guardia de la puerta no sentiría la necesidad de hacer preguntas. Tampoco es que eso importase: Maglenna supuso que el siguiente plan de Haathi consistía en que Morgan embistiera directamente contra la puerta de mínima seguridad y se alejase en los bosques antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar. Mientras tanto, Morgan conducía por calles laterales y cedía el paso a los vehículos de emergencia que se dirigían hacia el muro.
Haathi, situada con las rodillas a la altura de la cabeza de Maglenna, se recostó en su asiento y le dio a Maglenna unos golpecitos en el hombro.
-La primera misión casi ha terminado –dijo-. ¿Cómo te sientes?
-Entumecida –dijo Maglenna.
-¿Echas de menos tu trabajo de despacho?
-No, porque hoy he aprendido algo.
-¿Cuarenta y ocho reglas inútiles?
-Cuarenta y nueve. Cualquier cosa que hagas en una guerra puede matarte.
-Incluso hacer algo aburrido.
Maglenna volvió la vista atrás; en el edificio de administración con forma de T, los imperiales aún tropezaban unos con otros, apelotonándose en la puerta, cayendo en la zona de carga, vociferando y lanzando exabruptos.
-Especialmente hacer algo aburrido –dijo-. Por suerte, con vosotros tres, esa es una cosa menos de la que preocuparme.

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