miércoles, 12 de marzo de 2014

Tirando los dados

Tirando los dados
Karen Miller

En serio, pensándolo bien, me iría mejor sin el olor a bantha. Es un poco complicado tratar de perder a propósito una partida de pazaak sin que nadie se dé cuenta de lo que estoy haciendo, cuando todo en lo que puedo pensar es cómo voy a apestar a bantha durante la próxima... eternidad.
Esos eran los pensamientos de Myri Antilles, detrás de una expresión de ansiedad cuidadosamente construida mientras fingía dudar acerca de si debía o no sacar otra carta de su mazo principal.
Sentado frente a ella, su oponente –un balosar cuyas antenas marchitas y llenas de cicatrices y sus rasgos humanoides prematuramente ajados indicaban una trágica y probablemente terminal adicción a las píldoras letales- tamborileaba sobre la mesa de juego con sus no especialmente limpias uñas, silbando una irreconocible melodía. A su alrededor, había crecientes indicios de impaciencia en el puñado de espectadores que habían abandonado sus propios arriesgados quehaceres, dejando de beber potentes cócteles coloridos y de comer aperitivos ilegales, y llevaban un buen rato mirándoles embobados.
Con un pequeño jadeo, Myri agitó sus pestañas estrafalariamente maquilladas en una delatora señal de pánico. Ya era hora de acabar con esto. Ya había descubierto todo lo que iba conseguir de su nervioso compañero de juego.
El balosar hizo oscilar sus antenas con mal genio apenas disimulado.
-Vamos, muñeca, no tengo todo el día.
Hubo murmullos en la multitud comentando esa brecha en sus modales. Dejando caer los hombros, Myri meneó la cabeza.
-Lo siento. –Levantó la barbilla-. Muy bien. Me he decidido. ¡Voy a hacerlo!
Con apasionada fanfarronería tomó la carta exacta que necesitaba de su mazo principal y le dio la vuelta.
Los jugadores que se apiñaban tras ella, comiéndosela con la mirada sin el menor recato, dejaron escapar un gemido de solidaridad.
-Seis –dijo el balosar, revelando sus dientes sucios y mellados en una sonrisa.- Eso te deja en veinticuatro, muñeca. Yo gano.
No hizo falta una gran actuación por parte de Myri para lograr que la multitud sintiera su dolor mientras el balosar recogía los chips de crédito en su ya repleta cesta. Perder siempre dolía, ya fuera por una buena causa o no.
-Oh, vaya –dijo ella, mirando a su alrededor con una mirada llena de patetismo-. Ya dije que no era ninguna Mebla Dule, ¿verdad?
-¿Una jugadora que no iba de farol? –dijo divertido uno de los admiradores, hablando el básico con voz potente y un marcado acento corelliano-. Que alguien me sostenga. Creo que voy a desmayarme.
Hubo carcajadas y murmullos de conversaciones. Myri se levantó de su silla, hizo un cortés movimiento de cabeza para desear buena suerte al timador rodiano que ocupó ansiosamente su lugar, y luego se abrió camino a empellones entre la multitud de jugadores de diversas especies y los llamativos droides encargados de servirles, dirigiéndose hacia la unidad sanitaria de las damas, en el extremo opuesto del salón de juego. Bueno. De lo que el capitán Oobolo, el gran de tres ojos, gustaba de llamar salón de juego, En realidad era simplemente la cubierta superior reconvertida de su viejo carguero ligero. Sin embargo, lamentablemente para él, las cortinas de seda de araña kashyyykiana y los colgantes candelabros tallados en ámbar manaxiano y cristal fondoriano no engañarían ni a un pasajero ciego para hacerle creer que el Princesa Galáctica era un crucero de línea. Y nada, ni siquiera los sobrecargados regeneradores de aire, podía contrarrestar la peste a establo de bantha enano de la bodega de carga bajo sus pies.
Pero bueno. Transportar las apestosas pequeñas bestias entre los distintos bordes galácticos resultaba una tapadera efectiva... al igual que el propio capitán Oobolo. Un gran, ¿financiando el espionaje político y corporativo interplanetario? Se había burlado de la idea cuando el comandante Bilpin, de Seguridad de la Alianza Galáctica, le informó de ello. Pero se tragó su escepticismo después de escuchar todo lo que él tenía que decir. Desde luego, hasta ahora las pruebas de las que disponía Seguridad eran sólo circunstanciales, pero también eran convincentes. Y la situación se estimaba lo bastante urgente como para merecer una investigación en persona.
Así que ahí estaba, apostando de nuevo, sólo que esta vez no sólo apostaba su dinero... sino también su vida. Porque Oobolo podría parecer un gran de modales refinados, y el Princesa podría parecer un inofensivo carguero que saltaba de sistema en sistema, pero en este caso las apariencias –o eso afirmaba el comandante Bilpin con confiada autoridad- engañaban.
La puerta de la unidad sanitaria se abrió con un quejido al empujarla. Apretando los dientes, Myri se abrió paso apretándose entre el rebaño de mujeres –desselianas calvas con crestas en el cráneo, twi’leks con sus colas craneales pintadas de purpurina, aqualish insectoides y dugs vestidas de cuero, con sus grandes dientes cuadrados cubiertos de gemas, todas ellas luchando por un hueco frente al espejo del muro-, y se introdujo en un retrete. Por fin sola, cerró los ojos por un instante y se resistió al impulso de frotarse los cristales de grabación experimentales implantados en su cara. Bilpin había asegurado que esas imitaciones de rubíes y esmeraldas no iban a causarle ninguna molestia.
-¿Sabes qué, genio? –murmuró, mientras los implantes hacían que su piel hormigueara casi dolorosamente-. Te equivocabas.
Pero no podía permitirse preocuparse por eso ahora.
Aguanta, Antilles. No es como si te hubieran pegado un tiro en la tripa en un callejón de las profundidades de Coruscant, o como si cayeras en picado a la atmósfera en un ala-X ardiendo y fuera de control.
Desbloqueando el bolsillo de seguridad en la pernera de su elegante mono verde, comprobó cuánto dinero de la alianza le quedaba después de dos días a bordo del sórdido palacio del juego del gran. Casi cuatrocientos en chits sueltos, y una tarjeta intacta por un valor de mil. De sobra, entonces. Había tenido cuidado de perder más de lo que ganaba, pero sin parecer una perdedora sin remedio. Por supuesto, si hubiera estado jugando en serio, ahora mismo necesitaría un cinturón de créditos adicional para guardar sus ganancias. Por un instante, le dolió el orgullo. Implacablemente, rechazó esa sensación.
El nivel de ruido fuera de la letrina había descendido, así que salió, se refrescó en el pequeño lavamanos, y luego se inspeccionó en el igualmente pequeño espejo. El rostro de una extraña le devolvió la mirada; largo cabello plateado intrincadamente trenzado en bucles, ojos de color verde chillón, pestañas que aleteaban ridículamente, labios color aguamarina fruncidos en un mohín, y esos cristales extraordinarios, reluciendo sobre sus cejas y a lo largo de las esculpidas líneas de sus mejillas. Inertes hasta que los alimentara con una señal de activación biológica, para el equipo de seguridad del capitán Oobolo y sus escáneres sólo eran inofensivos adornos corporales.
Vive y aprende, capitán. Vive y aprende, maldita sea.
Era la primera agente que usaba los cristales en una misión. Si funcionaban tan bien como presumían los técnicos de laboratorio, proporcionarían a la Alianza Galáctica una ventaja muy necesaria sobre los enemigos de la paz.
Por favor, que funcionen. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
Tras sus ojos maquillados, estaba comenzando a crecer un fuerte dolor de cabeza, en parte por los cristales, en parte por el humo y el ruido del salón de juego, y un poco –sólo un poco- por el estrés de la preocupación por si no tenía éxito en su misión. Y debía tener éxito. No sólo porque Seguridad necesitaba los datos que estaba buscando, sino porque... porque...
Quiero a mi padre, de verdad. Pero no siempre es fácil ser su hija.
La sombra de Wedge Antilles era alargada. Uno de estos días tenía que sentarse a hablar con Syal, y preguntarle a su hermana mayor cómo se las arreglaba para ocupar su puesto.
Espero que me dejen finiquitar primero esta misión.
Se abrió paso de nuevo al salón de juego y barrió con su mirada los diversos juegos de azar que se ofrecían mientras una estridente oleada de ruido la envolvía. Música enlatada, risas de ganadores eufóricos y lamentos de perdedores descorazonados, la irritantemente alegre cháchara de los droides de Oobolo mientras atiborraban a sus clientes con comida y bebida.
Hoy estaba empezando a convertirse en una repetición de ayer. Antes de pasar una hora perdiendo al pazaak, había permanecido casi durante ese mismo tiempo alimentando con créditos una sucesión de máquinas tragaperras en el bar de lugjack. No consiguió ganancias, ni tampoco ninguna pista de tratos ilegales, no conversaciones sospechosas que los biocristales pudieran grabar. Durante ese tiempo, justo después de que pasaran junto a Malastare, se acoplaron con una lanzadera, se despidieron de los jugadores que habían vaciado sus bolsillos, y recogieron a unos cuantos aspirantes más ansiosos de arrojar su dinero al capitán Oobolo. Podría ser buena idea dar un tranquilo paseo y echar un vistazo a los recién llegados.
Así que deambuló junto a los jugadores de binspo, concentrados y con el ceño fruncido. Pasó junto a los incautos que perdían sus camisas y sus joyas en partidas de Comandante Imperial. Volvió al bar de lugjack, por si acaso. Jugó tres partidas de dejarik; perdió una, ganó otra y perdió la siguiente. Se detuvo para comer una hamburguesa de nerf, luego aceptó un vaso alto de refresco de un droide que pasaba, y siguió caminando sin rumbo fijo. Durante todo el tiempo, pudo sentir el cálido zumbido de los cristales de comandante Bilpin que tenía incrustados, mientras registraban rostros, voces y signos vitales. Sin dejar que su verde mirada descansara, examinó con aire casual a cada uno de los jugadores de la sala. Encontró esperanza salvaje e inapropiada confianza, euforia y desesperación. Todo lo que esperaba encontrar en un garito de juego... pero nada que hiciera que Bilpin mostrara sus dientes en una sonrisa de cazador.
Al menos no hasta que se detuvo en la mesa de sabacc.
Su instinto afinado en el peligro despertó, y miró fijamente a los jugadores: un corelliano, una besaliska, dos dugs, dos rodianos y un kaminoano. Todos salvo el corelliano eran recién llegados... y algo acerca de uno de ellos había activado su alarma. La besaliska. Había algo sutilmente incorrecto en la besaliska.
¿Pero qué? Un novato podría mirar a la jovial jugadora, con su amplia sonrisa de dientes afilados, su llamativa túnica de lentejuelas, sus brillantes anillos de oro reluciendo en los dedos de las dos manos que según las reglas debían permanecer pegadas a la mesa, y pensar Esta es una presa fácil. Al no ser ninguna novata, Myri miró más allá de la engañosa fachada, a los llamativos y profundos ojos color ámbar de la besaliska. Fríos. Intensos. Calculadores. Crueles. Esos no eran los ojos de una jugadora. Eran los ojos letales de una asesina. Había visto demasiadas veces ojos como esos para equivocarse.
Pero no eran sólo los ojos los que delataban a la besaliska. La ostentación y el brillo podrían estar gritando No me prestéis atención, soy inofensiva, pero por detrás de eso se escuchaba en silencio una canción mucho más letal. El engañosamente fláccido cuerpo de la besaliska se encontraba en tensión, preparado para actuar con veloz violencia si la violencia era necesaria. Al verlo, al sentirlo, Myri notó que sus propios músculos se tensaban con certeza absoluta.
Te pillé.
Fingiendo perder el equilibrio sobre sus estúpidos y puntiagudos tacones de aguja, y balbuceando sus disculpas, se colocó delante de los espectadores que se habían reunido para ver la partida de sabacc y activó un pulso de alimentación biológico directo que indicaría a los cristales de grabación que se centraran en su presa. Los cristales zumbaron en respuesta. Hasta ahora, todo bien.
La partida de sabacc continuó. Conforme las apuestas subían a alturas estratosféricas y el resto de jugadores comenzó a sudar y a jurar y a aplastar sus cartas sobre la mesa con creciente preocupación, la multitud de espectadores aumentó hasta que Myri comenzó a recibir fuertes empujones desde todos los lados. Entre los curiosos comenzaron a intercambiarse apuestas a escondidas, con los créditos cambiando de manos rápida y discretamente antes de que les captase alguna cámara de vigilancia y un droide de seguridad se los llevase para ser expulsados cuando se acoplase la siguiente lanzadera.
Una hora más tarde, la besaliska se lo llevó todo con un Arreglo de Idiota, una de las proezas más difíciles y poco frecuentes en los juegos de azar. El caos se desató a continuación. Sonaron campanas, saltaron serpentinas, se encendieron bengalas que bañaron el salón con una breve luz brillante.
-¡Se lleva el bote! –anunció el droide crupier, con sus fotorreceptores brillando en un arco iris de excitación-. La mayor victoria en la historia de la Princesa Galáctica. ¡Hurra!
Myri observó, removiéndose por dentro, cómo la besaliska aceptaba los elogios con los que el droide, los disgustados jugadores derrotados y la multitud le estaban colmando. No podía probarlo, ni siquiera podía estar segura de cómo lo había hecho, pero todos sus instintos le decían a gritos que la besaliska había hecho trampa. Y apostaría todos los créditos de su bolsillo a que el droide crupier del capitán Oobolo había jugado un papel clave en el engaño. Lo que significaba... lo que tenía que significar...
-¡Felicidades, Hamajum! –dijo el capitán Oobolo con voz atronadora, con su piel moteada sonrojada por el placer, mientras la multitud se apartaba a su paso-. Ha sido realmente una gran victoria. ¡No todos los días se ve a alguien obtener un Arreglo de Idiota! Venga, concédame unos momentos para explicarme cómo lo ha logrado. ¡Una ronda por cuenta de la casa para todos los demás!
Bajo la cobertura de las ruidosas celebraciones, Myri siguió en la estela de los dos criminales mientras se dirigían al bar. Tras ellos, el droide crupier anunció una nueva partida de sabacc, otro droide crupier proclamaba el inicio de otra ronda de pazaak, los droides camareros comenzaron a repartir las bebidas gratuitas, y la musiquilla de las máquinas de lugjack atravesó el aire que apestaba a bantha. La multitud se separó sólo para volver a juntarse en otra parte, y el juego continuó.
-Tomaré un refresco –dijo Myri al droide del bar mientras le tendía su vaso vacío. Tomando una nueva bebida, mantuvo a Oobolo y la besaliska en el límite de su visión mientras avanzaba discretamente hacia ellos, acercándose tanto como pudo atreverse. Lo bastante para ver cómo la besaliska le pasaba a Oobolo un cristal de datos en un movimiento de prestidigitador digno de un Jedi. Si no hubiera estado esperándolo, jamás habría advertido el intercambio, nunca habría capturado el momento con los cristales experimentales de Bilpin, y...
Un empujón, una exclamación, y la bebida de alguien vertida por su espalda.
-¡Eh! –protestó, dándose la vuelta-. ¿Por qué no tienes cuidado con...?
Entonces las palabras se desvanecieron, porque se encontró mirando a una cara que jamás había visto antes... y a unos ojos que conocía casi mejor que los suyos propios. Pertenecían al único y genuino Wedge Antilles.
-Lo siento, lo siento –farfulló su padre-. Ha sido culpa mía. Qué torpe. ¡Deje que le ayude a limpiarse!
Con una última mirada a Oobolo, que representaba a la perfección el papel de un anfitrión cortés y buen perdedor dando joviales palmadas en el hombro a su contacto, la besaliska, Myri dejó que el hombre delgaducho y calvo de piel malva le empujara al otro extremo del bar, y esperó hasta que un droide le hubo dado un paño húmedo.
-¿Qué estás haciendo aquí? –susurró con fiereza, mientras su padre le limpiaba el cóctel pegajoso y terriblemente dulzón-. Y no te atrevas a decir que vigilándome las espaldas, porque...
-La misión se ha ido al traste –respondió él, manteniendo un tono de voz demasiado bajo como para que nadie pudiera escucharles-. Los cristales de Bilpin no son tan seguros como él pensaba. O el técnico de Oobolo es mejor. O ambas cosas.
Maldición.
-¿Me estaban interfiriendo?
-En ambas direcciones. Sin otro modo de llegar a ti, tuve que presentarme en persona.
A pesar de tener los nervios a flor de piel, Myri sintió una oleada de alivio. Esto no era nada personal, entonces. Había venido a salvar a quienquiera que fuese la persona enviada por Bilpin. Pero si estaba siento interferida, entonces era probable que el equipo de seguridad de Oobolo estuviera rastreando ahora mismo el origen de la señal. Envió una señal de alimentación biológica para desactivar los cristales, y luego se arriesgó a echar una mirada por encima de su hombro.
-No importa –dijo, aún en susurros-. Capté la entrega de los datos.
-¿La besaliska?
-En efecto –dijo, dándose la vuelta. Pero la besaliska había desaparecido, al igual que Oobolo.
Con ojos cálidos, su padre arrojó en la barra el paño manchado.
-Buen trabajo.
No había tiempo para saborear el cumplido. Con el corazón desbocado, hizo un barrido de la sala con la mirada, en busca de problemas.
-¿Sabes cuánto falta hasta la próxima lanzadera?
Su padre montó el numerito de invitarle a un trago para disculparse.
-Tres horas –dijo, ofreciéndole el vaso de refresco-. Así que tratamos de pasar desapercibidos, y nos mantenemos cerca.
Ella alzó una ceja.
-Pero no demasiado cerca. Es decir, ¡ni siquiera nos han presentado formalmente!
-Una vez más, lo siento mucho –dijo él en voz alta, con ojos brillantes y las dos manos alzadas mientras agitaba su cabeza calva-. Buena suerte, señorita. Hasta pronto.
Buena suerte, sí. Iban a necesitarla.
Myri dejó escapar un profundo suspiro. Tres horas no era tanto tiempo. Además, aunque la gente de Oobolo apareciera buscando, ¿qué podrían encontrar? Con los cristales desactivados, era prácticamente invisible. Y tampoco importaba que estuvieran observando a todo el mundo por la red de cámaras de seguridad. Siempre que no hiciera nada estúpido, como ganar un bote, no se molestarían en mirarla dos veces.
Nos irá bien. Perfectamente bien.
Y así fue... durante dos horas y veintiséis minutos. Entonces los droides de seguridad de Oobolo aguaron la fiesta.
-¡Eh! –gritó alguien-. ¡No muevas esa cosa delante de mi cara, no he hecho nada malo!
Sorprendida, Myri dejó caer el chit de crédito que estaba a punto de introducir en su máquina de lugjack. Cuando se enderezó después de recogerlo, su padre de color malva estaba de pie frente a ella.
-Droides con escáneres –dijo, con una seriedad absoluta en sus familiares ojos-. Son cinco, lo que significa que nos sobran los cinco. Hora de irse.
Ella miró fijamente a la multitud, donde un droide alto y físicamente imponente, que recordaba incómodamente a un droide de batalla, blandía una vara sensora de alta tecnología sobre uno de los jugadores de Oobolo.
-Sí –convino ella-. ¿Pero irse a dónde?
Antes de que su padre pudiera contestar, el sistema de avisos públicos cobró vida con un chasquido.
-Damas, caballeros, y seres de todas clases –les saludó Oobolo-. Les habla el capitán. Lamentamos las molestias, pero nuestro barrido de salud pública rutinario ha revelado que alguien de a bordo no se encuentra bien. No hay necesidad de que cunda el pánico, sólo es una molesta urticaria, pero estoy seguro de que sea quien sea nuestro atribulado amigo, él o ella no quiere sufrir innecesariamente o contagiar al resto. Así que mantengan la calma y cooperen mientras mi equipo de sanidad termina su tarea. Y para pasar el mal trago, disfruten de otra ronda a cuenta de la casa.
Hubo una charla animada, incluso algunas risas, cuando la multitud reaccionó al anuncio de Oobolo.
-¿Papá? ¿Ir a dónde? –volvió a preguntar Myri-. ¿Y cómo? No me digas que tienes una nave metida en el bolsillo de tu traje.
Su padre sonrió.
-Casi. Hay un crucero de la Alianza camuflado esperando. Escapamos en una cápsula salvavidas y lanzamos una bengala, y ellos vendrán a buscarnos.
-Ja –dijo ella, devolviéndole la sonrisa-. Si no fueras calvo y malva, te besaría.
-Hemos estudiado los planos de esta nave –dijo su padre-. Cada unidad sanitaria tiene un conducto de acceso que conduce a una bahía de mantenimiento. Nos reuniremos allí abajo y nos dirigiremos a las cápsulas de escape. El panel del conducto en el lavabo de señoras está en la pared del fondo, el tercero desde arriba, segundo por la izquierda. Te veo luego.
Myri se alejó de él sin echar la vista atrás, evitando discretamente a los droides. Dentro del lavabo de señoras encontró a una twi’lek solitaria, cuyas colas craneales de color azul pálido estaban tomando un tono verduzco por haber bebido demasiado.
-Te buscan ahí fuera –le dijo a la jugadora de ojos vidriosos. Mareada y dócil, la twi’lek salió tambaleándose. Soltándose el fino pendiente que colgaba de su oreja izquierda, Myri lo giró rápidamente, activando el escalpelo láser en miniatura de su núcleo; selló la puerta de los lavabos y luego se apresuró a localizar el panel del conducto de acceso. Cuando lo encontró, volvió a activar el escalpelo, cortando rápidamente los tornillos de la placa. Luego, después de dejar la placa en el suelo, se guardó el escalpelo en el bolsillo frontal de su mono y se metió con los pies por delante en el conducto de acceso.
Justo cuando se soltaba, un pesado puño metálico martilleó la puerta del lavabo... y lo último que escuchó mientras se hundía en la oscuridad fue la voz de un droide pidiendo que le dejara entrar ya mismo.
Su descenso por el conducto de acceso fue rápido y movido; recibió varios golpes en su caída. Y cuando salió despedida por el otro extremo, no aterrizó en la superficie dura de una cubierta... sino en la masa lanosa y cálida de un asustado bantha enano.
-¡Maldición!
La peste a estiércol fresco de bantha era cien veces peor ahí abajo. Dando vueltas en la penumbra, Myri trató de encontrar un camino a la seguridad, apartando hocicos húmedos y ansiosos y pesadas frentes peludas, sintiendo cómo los animales deambulaban y se movían, con el riesgo de que la hicieran caer bajo sus pesados pies.
-¡Myri! ¡Por aquí!
Y ese era su padre. Usando sus rodillas y codos para mantener a los banthas a distancia, tratando de no asfixiarse mientras aguantaba la respiración, escapó del corral de banthas.
-¡Pues vaya con el estudio de los planos! –dijo, jadeando, mientras él la tomaba del brazo para ayudarla a subir la pared de duracero del corral-. ¿Cuándo fue la última vez que te revisaste la vista?
Los dientes de su padre brillaron brevemente en la penumbra.
-Aquí todo el mundo se cree un experto. Vamos. Las cápsulas de escape están por aquí.
-¿Estás seguro? –gruñó ella, siguiéndole-. Porque lo último que necesitamos es...
Disparos de bláster trazaron una línea de fuego rojo por la cubierta delante de ellos.
-¡Alto! –ordenó el droide de seguridad que iba en cabeza. Otros cuatro se alzaban tras él, fuertemente armados y amenazantes-. Al suelo, boca abajo, las manos donde podamos verlas.
-¿Boca abajo? –repitió Myri-. ¿En este suelo? ¡Tienes que estar de broma!
Aturdido, desacostumbrado a que le replicasen, el droide se la quedó mirando. Sin mirar a su padre, Myri extrajo del bolsillo su pendiente escalpelo-. Cuantos más seamos, mejor lo pasaremos, supongo.
Él le había dado esos pendientes en su último cumpleaños. Sus dientes volvieron a brillar en otra sonrisa.
-Estoy de acuerdo.
Antes de que los droides pudieran reaccionar, desenfundó su propio bolígrafo láser, y en un dueto perfecto abrieron la puerta del corral de los banthas. Añadiendo un “¡Lo siento!”, Myri apuntó con su láser a la más cercana de las peludas posaderas, haciendo que cundiera el pánico entre las desconcertadas criaturas.
-¡Corre! –gritó su padre, señalando-. ¡Por ahí! Yo haré que salgamos al espacio real, y tú sal de aquí con la información.
¿Dejarle atrás? Pero...
-¡Ve!
No había tiempo para protestar. Los banthas desbocados eran tan letales como los droides, que no perdían tiempo en disparar a cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Ahora el aire apestaba a pelo y carne quemados, además de a estiércol fresco. Los banthas bramaban, correteando entre ella y su padre mientras los disparos de bláster rociaban el techo, las paredes y el suelo.
Haciendo acopio de toda su velocidad, fuerza e ingenio, Myri se lanzó hacia la libertad. Sintió que su hombro izquierdo se desencajaba al empujar a un droide a un lado, sintió un crujido en su rodilla derecha al tropezar sobre un bantha caído. El sudor le picaba en los ojos, cegándola. No podía ver a su padre.
No importa. Sigue corriendo. El general Antilles puede cuidar de sí mismo.
Sirvientes chadra-fan atónitos se apartaban a su paso mientras corría a través de la escasamente iluminada bahía de ingeniería del carguero. Cápsulas de escape, cápsulas de escape, ¿dónde estaban las malditas cápsulas de escape?
Allí. Justo arriba. Había dos. Dirigiéndose hacia ellas, notó la trepidación del carguero cuando los motores de velocidad luz se apagaron. Bien hecho, papá. Quiso esperarle, pero si lo hacía le despellejaría viva. Sólo importaba la misión, nada más. Ella lo sabía. Pero esperó.
-¡Vamos, papá, vamos! –gruñó, llegando a la primera cápsula salvavidas y abriendo de par en par su escotilla. Un último vistazo a sus espaldas... y allí estaba, escapando de la bahía de motores con un droide en sus talones. Maldición, esos apestosos hojalatas corrían bastante. Oobolo debía de haberlos trucado.
No esperó, no, era demasiado lista para eso, pero antes de culminar su fuga abrió la compuerta de la otra cápsula salvavidas. Unos pocos instantes de ventaja era todo lo que Wedge Antilles necesitaba.
Escuchó fuego bláster mientras cerraba con un portazo la compuerta de su propia cápsula, y luego pulsó el botón de lanzamiento. Una explosión de gases propulsores y salió escupida al espacio, con las distantes estrellas centelleando y la mole del carguero de Oobolo cerniéndose gigantesca. Pero, ¿dónde estaba el crucero de la Alianza?
Un pulso de alimentación biológico reactivó los cristales de Bilpin, para que la seguridad de la Alianza supiera que era ella. Un rápido examen de los controles de la cápsula salvavidas reveló un rudimentario sistema de dirección y un comunicador. Introdujo en el enlace un código de identificación seguro, comenzó a transmitir, y luego presionó el rostro contra la ventanilla. Buscando a su padre. Buscando a la ayuda.
¡Y ahí estaba! Allí estaba el crucero de la Alianza, casi lo bastante cerca como para besarlo, con sus hermosas líneas esbeltas apareciendo entre ondulaciones cuando el escudo se desactivó. Y ahí estaba la otra cápsula de escape. Su padre. Pero algo iba mal, la cápsula estaba girando, no flotando. Saltaron chispas antes de que el vacío las apagara. Un desafortunado impacto de bláster. La otra cápsula salvavidas estaba dañada.
Hubo cegadores rayos de luz cuando los blásters del carguero de Oobolo dispararon... y fallaron. Pero, ¿la próxima vez? Myri pegó su puño a la ventanilla. No podía quedarse de brazos cruzados, viendo cómo Oobolo hacía desaparecer a su padre del cielo. Justo cuando el crucero de la Alianza se lanzaba a la refriega y respondía a la beligerancia del carguero con su propia ráfaga letal de plasma, ella se lanzó sobre los controles de la cápsula. Dejó que el crucero distrajera a Oobolo y a su sorprendentemente bien armado carguero, y ella hizo el resto.
La cápsula salvavidas respondía a sus órdenes torpemente, de forma reticente. Peo que una vaina de carreras arrastrando pesados sacos de arena. Maldición. ¡Qué no daría por ser un Jedi! Jurando entre dientes, Myri obligó entre ruegos y súplicas a que el inútil montón de chatarra tomase un rumbo de intercepción, sintiendo que sus huesos chirriaban y su músculos gritaban mientras hacía que la maldita cápsula cubriera la distancia... cubriera la distancia...
Las cápsulas salvavidas chocaron con un escalofriante golpe seco.
Mientras abrasadoras líneas de fuego de cañón laser se entrecruzaban en la oscuridad del espacio, hizo que su cápsula de escape rebotara palmo a palmo a lo largo del casco de la nave dañada de su padre, empujando y compensando hasta que quedó encajada detrás de él, y ambos estaban alineados con el crucero de la Alianza. El estrecho espacio interior de su cápsula salvavidas estaba iluminado con una brillante luz estroboscópica blanca que la estaba cegando. No podía creer que Oobolo no diera media vuelta y se fuera. Esa información que la besaliska le había pasado tenía que ser la bomba si valía la pena correr este tipo de riesgos.
Volvió a mirar por la ventanilla. Su padre le devolvía la mirada desde su cápsula salvavidas, lo bastante cerca como para poder tocarse, con su rostro malva húmedo con sangre. Pero le estaba sonriendo, saludando con la mano. Sosteniendo su comunicador. Ella tomó el suyo, lo puso de nuevo en su frecuencia por defecto y lo activó.
-¿Estás bien? –preguntó su padre. Su voz distorsionada por la estática sonó potente en el silencio casi absoluto de la cápsula.
-Sí. ¿Y tú?
-Bastante bien. Pero los controles están fritos, pequeña, así que es cosa tuya. Llévanos a casa.
La confianza de su padre acabó con el miedo que sentía Myri.
-¡Sí, señor! –dijo con una risa.
Apuntó sus cápsulas salvavidas hacia la cubierta de hangar abierta del crucero de la Alianza, y extrajo hasta la última chispa de energía de su renqueante e inadecuado motor. Miró fijamente su destino, agarrando los controles con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, sintiendo que se le ponía la carne de gallina entre los omoplatos. Un disparo afortunado del carguero, sólo uno, y se convertirían en pequeños fragmentos de metal destrozado, huesos y sangre, flotando para siempre en el vasto frío del espacio.
El tiempo se ralentizó. Las cápsulas nadaban por el vacío. Suspendida entre las posibilidades, Myri sintió cómo sus arañazos y moratones se quejaban. Sintió que sus instintos de piloto dirigían sus dedos sobre los controles, un empujoncito a este lado, un ligero temblor hacia el otro, mientras el motor subluz se esforzaba y el fuego de plasma trazaba amenazas de desastre en la noche.
Y entonces, en lo que le pareció un parpadeo, el cielo se llenó de seguridad.
Como en un sueño, vio cómo la sombra del crucero de la Alianza les tragaba, sintió la oscuridad cayendo sobre su rostro. Parpadeó de nuevo cuando las luces del hangar acabaron con la oscuridad, y sintió el sabor a sangre al morderse la lengua cuando su cápsula salvavidas golpeó con fuerza la cubierta del hangar. A través de la ventanilla vio la cápsula de su padre chocar contra la cubierta delante de ella, y luego girar sobre su costado con un estridente chirrido. Vio gente, corriendo hacia ellos, agradeciendo la visión de sus familiares uniformes de la Alianza.
Un técnico abrió la escotilla de su cápsula salvavidas desde el interior.
-Hola ahí dentro. ¿Estás bien?
Myri asintió.
-Estoy bien. Gracias –dijo mientras trepaba al exterior. El técnico se la quedó mirando, con una expresión de extrañeza. Lo achacó a los llamativos cristales que llevaba, y se volvió a buscar a su padre.
-¡Myri! –dijo él, acercándose. La sangre de su rostro se había secado formando una máscara roja, que contrastaba terriblemente con la piel malva-. Buen trabajo.
Dos pequeñas palabras que contenían toda una galaxia de orgullo. Le sonrió.
-Gracias.
Una multitud se había reunido, y se dio cuenta de que todos la estaban mirando con esa misma expresión peculiar. Entonces alguien comenzó a aplaudir. En cuestión de instantes todo el mundo estaba aplaudiendo, incluso su padre.
Desconcertada, Myri se ruborizó.
-¿Qué? Dejadlo ya, ¿queréis? En serio, gente. ¿Papá?
La multitud se apartó para revelar una figura larguirucha y familiar. Garik Loran. Con su rostro enjuto completamente serio, dejó que el aplauso continuara durante unos instantes, y luego lo detuvo levantando una mano.
-Esa ha sido una acrobacia impresionante –dijo, con los ojos entrecerrados-. Apuesto a que tenemos que llamarla la Maniobra Antilles.
Nunca podía distinguir si el viejo amigo de su padre bromeaba o no. Todo lo que sabía a ciencia cierta era que a Garik Loran no le gustaban las exhibiciones.
-Lo siento, señor –murmuró-. Pero no podía dejar que frieran al general Antilles.
-Supongo que no –convino Loran. La miró socarronamente-. ¿Sabes que lo que has hecho con esas cápsulas salvavidas es técnicamente imposible?
Su padre estaba sonriendo.
-No hay nada imposible. No para un Antilles.
Mientras Loran miraba a su padre poniendo los ojos en blanco, Myri sintió que su rubor aumentaba aún más. Muy bien. Ya basta.
-Señor, la misión. ¿Consiguieron...?
Loran asintió.
-Sí, recibimos tus transmisiones intactas. Oobolo consiguió escapar justo cuando nos alcanzasteis, pero no te preocupes. Le marcamos a tiempo. Él, su amiga y los datos pronto estarán bajo custodia de la Alianza.
-Es bueno saberlo, señor.
-Desde luego –dijo Loran, y dio un paso atrás-. Ahora, si vosotros dos sois tan amables de venir conmigo, tenéis un informe que dar. –Alzó las cejas-. Y después de eso, Myri, hay otra misión que quisiera discutir contigo. Todos los demás, de vuelta al trabajo.
-Ah, bueno –dijo su padre, mientras salían del hangar caminando juntos-. Ya sabes lo que dicen, pequeña. La recompensa por un trabajo bien hecho es otro trabajo.
Eso era muy cierto. Pero no le importaba. Sonrió cuando los dedos de su padre se entrelazaron un instante con los suyos y luego se soltaron.
-Estoy lista, general –dijo. Y estalló en risas.

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