jueves, 11 de abril de 2013

Tiro al anillo (y V)


El gran estadio abovedado que albergaba la pista de barredoras de Stassia por fin estuvo a la vista. Examinando el océano de peatones que obstruía la calle ante ellos, Tambell intentó dominar su impaciencia y en lugar de eso terminó dando un puñetazo al techo del taxi robotizado.
-No es necesario recurrir a la violencia, señor -advirtió en tono ofendido el cerebro droide que controlaba el taxi robotizado.
-Cálmate, estamos avanzando -agregó Rizz.
-No lo bastante rápido -gruñó Tambell. Dado que Sedeya perdió la apuesta del otro día cuando se lo llevaron del torneo de lanzamiento de anillo, suponía que el chico tenía que estar presente para que esa cosa Jedi funcionase. Tenía que alejarlo de la pista de barredoras antes de que el muchacho pudiera empezar a “imaginarse” perdedores.
Los labios de Tambell se tensaron. Había estado pensando acerca de cómo mantener todo ese ridículo asunto de la Fuerza fuera del informe posterior. Si el teniente pensaba que se había creído realmente algo esa basura que se suponía que sólo era una leyenda Jedi, su siguiente destino sería en las minas de especia de Kessel.
Luchando contra la frustración, sacó su comunicador.
-Hey, Refir -dijo cuando el droide respondió-. Conéctate a las casetas de apuestas en la pista de barredoras, ¿quieres? Quiero saber si Reye Sedeya o Aalia Duu-lang han realizado alguna apuesta. Cuánto y por quién. Lo quiero tan pronto como sea posible -agregó.
Se habían acercado sólo unas pocas manzanas más al estadio cuando Refir llamó e informó que Sedeya había apostado 10 créditos por la Moto Seis como ganadora.
Tambell frunció el ceño ante la noticia. ¿Sólo 10 créditos?
Sin embargo, su ceño se convirtió en una sonrisa cuando se enteró de que Aalia lo había compensado con creces.
Se había decidido por una exacta, apostando 50.000 créditos a que Seis ganaría, y Nueve quedaría segundo. Las exactas eran más difíciles de predecir, pero pagaban mayores premios, y se preguntó si Sedeya no sólo podía hacer que Seis ganase, sino también asegurarse de que Nueve quedase en segundo lugar. Para que Aalia recogiera sus ganancias, los pilotos tenían que terminar en ese orden.
Y entonces se le ocurrió: tal vez, sólo tal vez, había cubierto sus apuestas.
Todos los pilotos de barredoras querían ganar el gran premio, por supuesto, pero los premios para la tercera, cuarta, quinta y sexta plaza tampoco eran calderilla. Sobre todo si venían con una pequeña prima por no terminar en cabeza.
Hizo que Refir comprobase las cuentas correctas, y luego volvió a mirar al tráfico peatonal que fluía a su alrededor. La ciudad entera parecía haber salido a dar un paseo. Lanzando algunas monedas sueltas en la bandeja de créditos del taxi robotizado, abrió la puerta y se abrió paso hacia la acera atestada, con Rizz pisándole los talones. Al ritmo que habían estado avanzando, llegarían más rápido a pie.
Uniéndose al enjambre en dirección a la entrada del estadio, mostraron sus placas de identificación al droide de taquilla y fueron invitados a entrar. Se apretujaron en la primera plataforma elevadora disponible para llevar a los espectadores a la tribuna y, una vez en la cima, Rizz sacó un localizador y lo activó, tecleando un código. Un punto verde parpadeó en el centro de la cuadrícula, y después de que el dispositivo enviase sus sondas invisibles, un punto rojo parpadeante apareció en el borde de la parrilla.
Tambell lo miró, luego miró a los varios miles de asientos abarrotados alrededor de la pista oval.
-Vaya -dijo con amargura. La cámara de vigilancia que seguía a Sedeya no estaba tan lejos... pero estaba justo al otro lado de la pista, lo que significaba que el muchacho y Aalia estaban sentados enfrente, en algún lugar. Él y Rizz tendrían que dar toda la vuelta.
Y no tenían tiempo.
La tradicional llamada para que los pilotos ocupasen sus puestos resonó por los altavoces de comunicaciones de la tribuna y fue rápidamente ahogada por el rugido de excitación de la multitud. Tambell alcanzó a ver a los pilotos saliendo de los boxes a la pista, con las aletas de dirección de aspecto letal de sus barredoras brillando como bayonetas bajo las luces brillantes de la cúpula. Parecían bien protegidos con sus coloridos cascos y armaduras corporales, pero él sabía lo inútil que eran realmente esas cosas en caso de accidente.
Hileras de asientos se extendían hasta donde un muro de duracemento de seis metros de altura marcaba el descenso hacia la pista de abajo. Si un piloto perdía el control de su barredora, la pared teóricamente le impediría empotrarse en la tribuna. En realidad, dado que las barredoras se estrellaban tanto hacia abajo como hacia arriba, la pared no era de mucho consuelo para los espectadores de las gradas inferiores.
No es que importara. Los asientos eran los más caros, y siempre se agotaban.
Los pilotos terminaron el desfile a sus puestos y corrían a toda velocidad por la pista, haciendo gemir sus motores al acelerar sobre el obstáculo de calentamiento, una puerta de metal que ocupaba fácilmente toda la anchura de la pista mientras corrían a la par. Más tarde, pasadas varias vueltas en la carrera, los obstáculos se volverían más estrechos, y los deportistas competirían para pasar por encima, por debajo o a través del espacio cada vez menor. Tambell siempre había pensado que, para ser seres supuestamente inteligentes, los pilotos de barredoras poseían muy poco sentido común. O bien muchas ganas de morir.
Él y Rizz comenzaron a bajar los escalones. Había un largo camino para bajar a la pista, y para cuando llegaron a la mitad las barredoras ya se habían alineado en la salida. El rumor de la multitud desapareció bajo un coro ensordecedor de gritos mecánicos cuando los pilotos revolucionaron sus propulsores; pero incluso a pleno rendimiento, las barredoras quedaban retenidas por la red repulsora que las mantenía en su puesto.
La cuenta atrás parpadeó en las pantallas que cubrían la pared de duracemento, y la multitud la coreó, golpeando el suelo con los pies con cada número. Cuando llegó a cero, las pantallas se volvieron verde, las barredoras salieron disparadas hacia adelante, los espectadores se volvieron locos, y Tambell gimió.
-Nunca llegaremos a tiempo -gritó por encima del hombro a Rizz, quien asintió con la cabeza, mostrando su acuerdo. Llegaron a la grada inferior justo cuando la pista se preparaba para la novena vuelta, con las barredoras flotando como barcos en un mar agitado por la tormenta, cayendo en picado para evitar uno de los obstáculos que se cernían sobre la pista.
Rizz levantó el localizador.
-Están prácticamente en línea recta -gritó, señalando por encima de la zona interior del estadio donde mecánicos y droides de mantenimiento ocupaban los boxes. Tambell miró alrededor buscando una manera de llegar al otro lado, antes de concluir de mala gana que la larga caída hasta la pista era la única manera.
-Entonces, crucemos –exclamó como respuesta.
Rizz lo miró -¿Estás loco?- pero no protestó cuando Tambell se introdujo entre la pared y la primera fila de asientos. Una valla de seguridad de eslabones láser brillaba delante de ellos: delgadas líneas rojas entrecruzadas que quitaba a los espectadores demasiado entusiastas las ganas de saltar a la pista. Caminaron de puntillas, molestando de todos modos a los espectadores antes de que Tambell finalmente encontrase lo que estaba buscando. Deslizó su identificador de seguridad en una ranura, y una sección de 10 metros de la valla láser se apagó.
Miró la caída hacia abajo y suspiró, pero de todos modos pasó una pierna por encima del borde de la pared de duracemento. Su bota golpeó la pantalla del marcador, que ahora parpadeaba con los números de las barredoras que iban en cabeza, pasó la otra pierna por encima, respiró hondo y se dejó caer.
Aproximadamente a un tercio de su caída, se dio cuenta de que la altura de seis metros estaba mucho más allá de su capacidad para aterrizar cómodamente, y trató como un loco de agarrarse al tablero marcador conforme pasaba junto a él. Asirse a un borde ayudó a frenar su descenso, pero dio un tirón tremendo a sus brazos, y todo su cuerpo sintió el impacto cuando sus pies finalmente golpearon el suelo.
Apretando los dientes, inclinó la cabeza hacia arriba para mirar a Rizz. El joven no parecía entusiasmado, pero se guardó el localizador, pasó con cuidado por encima del borde, y luego sorprendió a Tambell saltando de pronto hacia el obstáculo más próximo, que flotaba sobre la pista a poco menos de dos metros de la pared. Se hundió por el peso extra cuando Rizz se agarró al borde más cercano, y antes de que sus repulsores pudieran compensarlo, Rizz se había dejado caer con suavidad al suelo.
-¿Estás bien? -preguntó con preocupación, al ver el rostro contraído de Tambell. Asintiendo ligeramente con la cabeza, Tambell trató de dar un paso, y descubrió que sus pies aún seguían insensibles. El gemido de las barredoras se dirigía hacia ellos una vez más y, aplastándose contra la pared, trató de no estremecerse mientras pasaban rugiendo, con sus aletas de dirección cortando el aire con suave sonido de cuchilladas.
Una vez que hubieron pasado, él y Rizz se dirigieron a la zona interior del estadio, pasando por encima de las líneas hidráulicas y recipientes de lubricante, y evitando a los grasientos mecánicos, mientras se abrían paso por los boxes. Habían llegado al otro lado, mirando más allá de la pista y preguntándoese cómo iban a volver a subir ese maldito muro cuando otro tipo de zumbido cerca de ellos atrajo la atención de Tambell.
Su pequeña incursión no había pasado desapercibida a la seguridad de la pista. Una pequeña plataforma flotante se detuvo a unos metros de distancia, y una oficial de aspecto severo les ordenó que la acompañaran. Se miraron el uno al otro, se encogieron de hombros y subieron obedientemente a la plataforma. La expresión de la mujer cambió cuando Tambell le mostró su placa.
-Oh –dijo-. ¿Cómo puedo ayudarle, sargento?
Ella los dejó cerca de la parte superior de la tribuna, y apenas habían salido de la plataforma cuando se elevó un grito de la multitud, salpicado de chillidos y alaridos dispersos. La oficial miró hacia el otro lado de la pista, luego extrajo sus macrobinoculares y estudió el desastre.
-No pasa nada -informó después de un momento-. No hay espectadores heridos, al menos. Qué suerte. El año pasado tuvimos que estar limpiando durante semanas.
Tambell hizo una mueca.
-Vamos -le dijo a Rizz-. Atrapemos a ese chico.
Aalia y su séquito no fueron difíciles de encontrar, no con el localizador que mostraba a Sedeya prácticamente enfrente. No es que lo necesitase, de todos modos; el brillante cabello rubio de Aalia reflejaba las luces del techo, como un espejo, y sus ojos eran insondables mientras les miraba por encima de su hombro desde donde ella tenía su corte, en un confortable palco en uno de los niveles medios. Sedeya, con su delgado cuerpo irradiando inquietud, estaba sentado a su lado.
Dos de los gorilas se apostaron a ambos lados del palco cuando Tambell se acercó a la entrada, pero no se sorprendió cuando Aalia les recibió a él y a Rizz con toda la fuerza de su encanto.
-Cabo Tambell –le saludó cordialmente-. No sabía que era un entusiasta de las barredoras.
-Es Sargento, y no lo soy -dijo Tambell secamente. Señaló con la cabeza hacia Sedeya-. Estamos aquí por su amigo.
El chico lo miró fijamente, con aspecto aturdido, pero al menos su atención estaba apartada de la carrera que tenía lugar más abajo.
La sonrisa perfecta de Aalia no vaciló ni un instante.
-¿Tiene usted una orden de detención?
-¿Voy a necesitar una? –respondió él, mirando esos ojos increíbles y reconociendo el frío desprecio que acechaba en sus profundidades. En su cinturón, sonó su comunicador. Lo sacó y se lo entregó a Rizz sin romper la mirada. Rizz se hizo a un lado y respondió a la llamada.
-Sí, creo que la necesitará -dijo Aalia-. Después de esas inconveniencias en el torneo, el otro día, Reye ya ha cooperado bastante con usted. ¿Verdad, Reye?
El chico se retorció en su silla y empezó a decir algo, pero ella le puso una mano en el brazo a modo de advertencia. Tragó saliva y se calló.
-Vuelva cuando tenga una orden de detención, sargento -aconsejó, sin dejar de sonreír agradablemente-. De lo contrario, apártese, por favor. Me está bloqueando la vista.
Tambell sintió cómo la ira comenzaba a arder. Hace cuatro años, ella al menos habría tenido el debido respeto a la autoridad imperial. Ahora era simplemente arrogante. Antes de que pudiera responder, Sedeya se libró de la cuidada mano de Aalia y se levantó.
-De acuerdo, señor -murmuró, sin mirar a la señora del crimen-. Iré con usted.
La sonrisa de Aalia permaneció en su lugar, pero sus ojos quedaron abruptamente helados.
-¿Estás seguro de que es lo que quieres hacer? -le preguntó-. No tiene por qué ir con él, Reye. No si no tiene una orden.
-Está bien -murmuró Sedeya, dirigiéndose hacia la entrada. De repente, Tambell tuvo la impresión de que la perspectiva de quedarse con Aalia lo asustaba aún más que lo que podría suceder si se iba con ellos.
-Pero, ¿no quieres esperar y ver si ganas tu apuesta? –preguntó Aalia.
El chico pasó apresuradamente junto a Tambell, saliendo del palco, y se detuvo junto a Rizz, cerca de las escaleras.
-Uh, en realidad no –dijo-. No me sentía muy afortunado cuando la hice.
Tambell se detuvo a considerar esas palabras. ¿Significaba que Reye ya había decidido no desempeñar su papel en el esquema de Aalia? Si fuera así, se le podría persuadir para que les contara lo que sabía. Se volvió hacia Aalia.
-Volveré luego a por usted -prometió en voz baja-. Después de que haya ganado su apuesta.
Los ojos de Aalia se estrecharon, y la sonrisa se torció en algo sospechosamente parecido a una mueca de desprecio.
-Hágalo.
-En realidad, no creo que tengamos que volver -interrumpió Rizz, devolviendo el comunicador a Tambell mientras se acercaba a su lado-. Creo que podemos llevárnosla en este momento.
Tambell le miró, arqueando una ceja.
-Era Refir -dijo Rizz-. Parece que ha habido cierto número de depósitos contabilizados en las cuentas de varios pilotos de la carrera de hoy... salvo unos pocos notables.
-¿Cómo los de la exacta de la apuesta de Aalia? –sugirió Tambell.
-Una coincidencia, estoy seguro -convino Rizz-. Algunos de los fondos provienen de un restaurante en el sur, otros de una cantina en Ciudad Stassia, y otros de un par de negocios más sin relación aparente. Pero todos ellos tienen una cosa en común. -Echó un vistazo a la señora del crimen-. Es un poco complicado, pero la cuestión es que Aalia Duu-lang tiene intereses financieros en todos ellos.
Aalia ya no estaba sonriendo.
-Eso no quiere decir nada -dijo ella desdeñosamente, apartándose el pelo rubio hacia atrás sobre un hombro-. Tengo varios intereses de negocios. No puedo seguir la pista de cada crédito que pagan, o a quién se lo pagan. Están agarrándose al humo de los propulsores si creen que pueden demostrar una conexión.
El rugido creciente de la multitud casi ahogaba su voz. Atrapados en el asunto en cuestión, Tambell no se había dado cuenta de que la carrera estaba en sus últimas vueltas, pero de repente la tribuna entera parecía bullir con los fans animando a sus favoritos en los últimos instantes. Una pequeña estampida bajó las escaleras hacia la valla de eslabones láser, y Tambell miró para ver a Sedeya deslizándose sigilosamente por las escaleras.
El rostro del muchacho estaba preocupado, pero decidido, y Tambell había dado un paso tras él cuando el susurro de un movimiento a su izquierda le hizo cambiar de idea y desenfundar su bláster. Apuntó a uno de los gorilas de Aalia, quien le apuntaba a su vez con otro.
El hombre se congeló cuando vio que la deserción Sedeya no había resultado ser una distracción suficiente. Rizz mantuvo vigilado al otro gorila mientras se anunciaban los resultados de la prueba. La boca de Aalia se tensó cuando una sonrisa se dibujó en el rostro de Tambell.
-Felicidades –dijo él-. Acaba de ganar un billete de ida a Kessel.
Los ojos de la mujer eran glaciares.
-Nunca conseguirán que los cargos se mantengan -dijo ella con frialdad mientras desarmaban a sus dos socios-. Su verdadero sospechoso ha escapado, y no creo que sean capaces de endosarme esto a mí.
-Él irá lejos -dijo Tambell-. No puede desprenderse de la cámara de vigilancia.
-¿Ah, sí? Acaba de hacerlo -dijo, mirando significativamente por encima del hombro.
Tambell dio media vuelta y vio el dispositivo flotando varios niveles más abajo, moviéndose de un lado a otro, como si estuviera confuso, buscando algo en la multitud. Frunció el ceño y se volvió hacia Aalia encogiéndose de hombros con indiferencia.
-No hay problema. Lo atraparemos más tarde.
Tal vez para entonces ya habría pensado alguna excusa para explicar la participación del muchacho en todo esto. Algo que no mencionase a los Jedi, ni ninguna Fuerza extraña. No es que él creyera en tales supersticiones, por supuesto. Pero no tenía sentido siquiera mencionarlo a sus superiores. Sólo serviría para meterlo en problemas.
Y mientras tanto, tenían a Aalia.
Después de cuatro largos años, finalmente la tenían. Sonrió con satisfacción, sacó un par de esposas de su cinturón y se las entregó a Rizz.
-¿Es realmente necesario? -preguntó Aalia con altivez.
-No -le dijo Rizz, ajustándoselas alrededor de las muñecas de todos modos. Los espectadores les miraron con curiosidad a medida que desfilaban por las escaleras, y Tambell volvió a echar un vistazo a la tribuna por si localizaba a Reye.
Bueno, pensó. El chico era demasiado tonto para eludirles durante mucho tiempo. Por otra parte, le había parecido demasiado tonto para eludirles sin más...
Tambell se encogió de hombros. Se preocuparía de eso más tarde. Ignorando la feroz mirada verde de Aalia, pulsó su comunicador, llamó al despacho y solicitó una recogida de prisioneros.

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